Niadela - Beatriz Montáñez

Vivimos en un mundo macroscópico, donde la seña identitaria de la humanidad es el ruido. Yo he elegido vivir una vida microscópica, donde la seña identitaria sea el silencio. 

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El rumor se hace más cercano. Desde el borde del talud observo a un grupo de excursionistas caminando por el sendero, cerca del río. Algunos hablan alto, otros chillan, y uno da vueltas sobre sí mismo. Dejan restos de basura y una polvareda de ecos primitivos y faramalleros. Son como un enjambre de abejas que ha perdido a su reina, pero con un fin menos noble. Hablan demasiado y obvian lo que les rodea. Cuando vuelvan a sus casas todo se reducirá a un vago color verde y un paseo por tierra rubia y acantilados negros. Pero recordarán con claridad lo que les contaron y lo que ellos respondieron. Algún día, quizá, aprenderán, como yo he aprendido, que la naturaleza requiere de atención y el espíritu, de las formas nutricias del silencio.

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La contemplación ayuda a entender el movimiento de la vida, porque en constante movimiento la vida no se entiende.

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Creo firmemente en la necesidad de poner en marcha una asignatura obligatoria sobre el conocimiento de uno mismo mediante la que los adolescentes avancen hacia la madurez aprendiendo a discernir lo que desean teniendo claro si sus capacidades se adecuan a sus pretensiones. Aunque cada vez está más claro que al sistema en el que vivimos no le interesan las personas sabias, sino más bien una masa domesticada por la incertidumbre.

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La distracción nos lleva a ser impacientes, y con la impaciencia volvemos a entrar en ese círculo vicioso en el que todo se acelera.

Para aprender a concentrarnos solo hay una vía: la práctica. Dedicar nuestros cinco sentidos a una única cosa cada vez. Educar nuestra mente para que, en este mundo inhóspito en el que todo se sofoca, sea capaz de recuperar la duración, la conciencia del tiempo.